La presencia de los cárteles mexicanos en Estados Unidos ya no es una amenaza lejana que se queda al sur de la frontera. Según informes recientes de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA), organizaciones criminales como el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) ya operan activamente en los 50 estados del país, controlando redes de distribución de drogas, tráfico de personas y lavado de dinero.
Estas estructuras criminales, surgidas y fortalecidas en México, han extendido sus tentáculos gracias a su capacidad de infiltración, sus alianzas con grupos locales y su habilidad para operar con sigilo en comunidades urbanas y rurales por igual. Un informe reciente del Washington Office on Latin America (WOLA) advierte que estas organizaciones no solo distribuyen drogas como cocaína, metanfetaminas y heroína, sino que también son los principales responsables del tráfico de fentanilo, el opioide sintético que ha detonado una de las peores crisis de salud pública en la historia reciente del país.
La DEA responsabiliza directamente al Cártel de Sinaloa y al CJNG de ser los mayores abastecedores de fentanilo ilícito en Estados Unidos, una droga que provocó la muerte de más de 74,000 personas en 2022. Estas organizaciones importan precursores químicos desde Asia, principalmente desde China, y los procesan en laboratorios clandestinos en México antes de introducir el producto final por la frontera.

Las actividades de los cárteles no se limitan al narcotráfico. Documentos del Departamento de Justicia revelan que también están implicados en tráfico de armas, extorsión, secuestros, tráfico sexual, contrabando de migrantes y otras actividades delictivas. Su influencia no se reduce a la venta de droga, sino que se expande a través de redes complejas que involucran desde bandas callejeras hasta estructuras financieras dedicadas al blanqueo de capitales.
Ante esta realidad, han surgido llamados para designar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras, una medida que permitiría aplicar sanciones más severas y abrir la puerta a demandas civiles por parte de víctimas. En febrero de este año, la familia del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena, asesinado en 1985, interpuso una demanda contra líderes del Cártel de Sinaloa bajo ese argumento. De prosperar, sería un precedente legal con profundas implicaciones.
Mientras tanto, las autoridades estadounidenses y mexicanas han reforzado la cooperación binacional. La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, reconoció recientemente que la coordinación está funcionando, luego de un decomiso de armas proveniente de Estados Unidos y destinado a grupos criminales en territorio mexicano. “La colaboración es clave para reducir amenazas compartidas”, declaró.
Sin embargo, analistas advierten que estas organizaciones han demostrado una asombrosa capacidad de adaptación. Los constantes cambios en rutas, métodos de transporte y técnicas para evadir la detección complican la labor de las agencias de seguridad.
Lo cierto es que los cárteles mexicanos ya no son actores externos. Hoy, son una presencia activa en comunidades estadounidenses, alimentando una economía criminal que genera miles de millones de dólares y deja a su paso muerte, adicción y violencia.